En uno de mis viajes conocí a un niño que siempre llevaba una llave colgada al cuello.
No era una llave cualquiera.
Era vieja, de metal oscuro y con la cabeza en forma de corazón . Nadie sabía de dónde había salido, ni siquiera él. Solo recordaba haberla encontrado una mañana en su cama, como si hubiera aparecido del interior de sus sueños. Desde entonces, la llevaba siempre consigo, escondida bajo su camiseta, como un secreto que no podía compartir.
Descubrió su poder por accidente. Fue en el parque, cuando su amiga Valentina lloraba porque su globo rojo se había escapado y flotaba hacia el cielo. Conmovido, el niño sacó la llave y la sostuvo en sus pequeñas manos. Cerró los ojos y deseó que el globo volviera. Un instante después, el globo apareció flotando frente a su amiga, como si nunca se hubiera ido. Ella dejó de llorar y lo abrazó, pero no preguntó nada. Los niños no suelen hacerse ciertas preguntas, y menos si han conseguido lo que quieren.
Con el tiempo, entendió cómo funcionaba la llave. No podía conceder deseos para sí mismo, sólo para los demás. Y no bastaba con pedir, tenía que sentir el deseo como si fuera suyo, como si el anhelo de la otra persona le quemara el pecho. Solo entonces la llave respondía.
Al principio, conceder deseos era divertido. Ayudó a su vecino a encontrar su perro, a su maestra a recuperar un libro perdido, y a un anciano en la plaza a recordar el nombre de su esposa fallecida. Pero pronto se dio cuenta de que los deseos no siempre traen felicidad. Una vez, un niño de su escuela le pidió que hiciera desaparecer a un compañero porque siempre lo molestaba en el recreo. El niño, sin entender del todo lo que hacía, usó la llave. Al día siguiente, aquel compañero que molestaba no volvió a clase. Nadie supo qué le había pasado, y el niño de la llave no pudo deshacerlo.
Desde entonces, empezó a tener miedo de la llave. La escondía bajo su cama o en el fondo de un cajón, pero siempre volvía a aparecer colgada en su cuello, como si lo eligiera una y otra vez. A veces, pensaba en tirarla al río, pero algo dentro de él le decía que no podía deshacerse de ella. Era suya, para bien o para mal.
Una tarde, mientras jugaba en el parque, una chica se le acercó. Era alta, pálida y vestía una sudadera negra con la capucha calada. Se agachó hasta quedar a su misma altura y le sonrió, aunque sus ojos no parecían amables.
—Esa llave que llevas —dijo la chica, señalándola—. ¿Sabes lo que es?
Negó con la cabeza, apretando la llave contra su pecho.
—Es un regalo, pero también una carga —continuó—. Conceder deseos no es tan sencillo como parece. Cada deseo tiene un precio, aunque no siempre lo veas de inmediato.
La miró, confundido. Quería preguntar qué significaba eso, pero la chica se levantó y comenzó a alejarse.
—Recuerda, pequeño —dijo antes de desaparecer entre los árboles—, no todos los deseos merecen ser concedidos.
Esa noche, el niño no pudo dormir. Las palabras de aquella chica misteriosa resonaban en su cabeza. ¿Qué precio habían pagado las personas por los deseos que él había concedido? ¿Había hecho más daño que bien? Miró la llave, que brillaba débilmente bajo la luz de la luna, y sintió un peso en el pecho que no había sentido antes.
A la mañana siguiente, mientras caminaba junto a su padre hacia la escuela, una mujer chocó con ellos. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y le pidió ayuda. Su hija se ahogaba en el suelo. El niño sintió el dolor de la mujer como si fuera suyo. Sacó la llave y la sostuvo en sus manos temblorosas. Podía ayudarla, lo sabía. Pero también sabía que cada deseo tenía un precio.
Cerró los ojos, indeciso. ¿Qué debía hacer?
Maravillosa historia. Tan importante es el sentido de responsabilidad cuando se tiene un poder, una influencia... Me ha encantado!
Me debatía entre un sí o no ... Tengo esa mosca detrás de la oreja del "precio"... 🙄🙄🙄
Ese debate entre hacer el bien si puede causar un mal... Muy chulo!! 🥰