Introducción:
Desde que escribo más “en serio” me he caracterizado, sin quererlo, por una escritura oscura. En ocasiones demasiado tétrica o violenta. Pero es normal, lo hago como terapia, como catarsis.
Suelto toda la oscuridad de mi interior a través de los movimientos rápidos de mis dedos en el teclado.
(ojala tener soltura con mi nueva pluma… pero es que las escritura de los médicos se entiende mucho mejor que la mía…)
Pero es imposible no pensar cosas como:
“Nadie va a querer leer lo que escribes”
“Es muy oscuro”
“Es tu estilo…No puedes cambiarlo”
Y, aunque intento que me de igual, me hace estar muy triste. Porque a veces puede que no se entienda lo que “NO” digo. Lo que se encuentra en los espacios entre palabras, entre párrafos… Infravaloramos los silencios, pero en muchos de ellos se encuentran llamadas de auxilio, o el sonido que hace un alma al regenerarse de los daños que ha sufrido.
No es nada nuevo si digo que soy muy sensible… que mi cuerpo esta lleno de emociones que se expanden en todas direcciones como fuegos artificiales, explotando en sonrisas, chistes malos, enfados, frustraciones y tristeza ahogada.
Os dejo por aquí algo improvisado. En esta ocasión, le pido a mi oscuridad que se esconda un momento, no vaya a ser que asustemos a nadie. Hoy le toca a la melancolía. Esa que me invade tomándome un café calentito mirando mi destartalado jardín.
Relato. “Una taza de otoño”:
Me siento en el suelo frente al ventanal que separa el jardín del resto de mi casa. Para mi es perfecto.
Los arboles comienzan a desvestirse, dejando un tapiz de tonos ocres y rojizos sobre la hierva aún verde, húmeda y fresca, resultado de varios días de llovizna. El viento de Noviembre trae consigo el olor a tierra húmeda y hojas secas…
Yo sonrío.
Dentro de casa el ambiente es acogedor, un refugio tras los paseos matutinos al frío, cada vez mayor, de esta temporada del año.
Preparo una cafetera. Cuando comienza a chisporrotear, acerco la cara para que el calor y olor impregnen mi rostro y nariz. Me reconforta, es el olor a casa, a mañanas llenas de esperanzas, a “todo un día por delante” de posibilidades.
Llevo la taza a mis labios y dejo que el primer sorbo llene mi boca. El sabor es fuerte, profundo, como si cada grano de café me contara una historia. Hay hasta cierta complejidad en su amargura, equilibrada con la dulzura de la leche. Con cada trago, siento como si el otoño mismo se encontrara en mi bebida: los días más cortos, los atardeceres dorados, el aire que muerde pero que también acaricia mis rizos.
Doy un trago mas largo y miro de nuevo a través del cristal empañado. Las hojas danzan en el viento, algunas atrapadas en un remolino que las hace girar en un baile desordenado. Parece que no se han puesto de acuerdo en el baile que tienen que ejecutar. En ese momento, el café se convierte en algo más que una bebida. Es un puente entre el frío otoñal y el calor que me envuelve. Como sostener un fragmento de hogar y comodidad en medio del, cada vez mayor, desorden del mundo.
Siempre ha sido mi estación favorita, y tomar un café en estos días grises me parece un ritual. Siento como si la vida me estuviera recordando que todo pasa, que los momentos más cálidos están destinados a desvanecerse, pero también los fríos y oscuros…
Termino la taza lentamente, disfrutando cada sorbo como si fuera el último. Fuera, el viento sigue soplando, y las hojas cayendo. Pero por un momento, todo esta bien. Todo es otoño y café.
Un abrazo
Charlie Marrez
Me ha encantado. El café como portal a otro ánimo, porque transforma todo el ambiente: el olor, la humedad, la calma... Como un ritual que invita (no a salir escopetada a empezar el día, como suelo hacer yo) a disfrutar con tranquilidad y mirar con otros ojos, ya bajo el efecto de su hechizo.
Un relato muy bonito! Las imágenes las dibujas tú? Que siempre te lo quiero preguntar y al final nunca lo hago!